De don Antónimo a don Ramirito




A partir de mi primer contacto con el cómic, supe que allí se manifestaba
una realidad compacta, segura, limpia: una especie de claustro materno.
-Carlos Monsiváis



Cuando florecieron los negocios de las copias fotostáticas a principios de los ochentas vi la posibilidad de compartir mis historietas con los cuates del Tec de Saltillo. En aquel entonces cree a un superhéroe: Mamerto, el gato vengador, basado en Spiderman, el arácnido trepamuros de Marvel. Por supuesto, mis historias eran malísimas y los dibujos también, no obstante, eran el solaz de mis compañeros de clase.

Mis cómics de Mamerto Mamila de Mamerson fueron a dar a manos de Carlos Herrera Pérez, director del Instituto Tecnológico de Saltillo, quien a su vez me recomendó con el director de El Sol del Norte, Adolfo Olmedo Muñoz.

El 10 de marzo de 1984 apareció mi primer cartón y un mes después, el propio Olmedo me llamó a su oficina y me dijo: "¿por qué no dibujas una tira cómica también? una donde el protagonista sea un personaje solitario, pero querido por todos, como don Adrián Rpdríguez, el rector de la Universidad Universo". Y así surgió "La Historietilla", tira cómica diaria que contaba las peripecias de un filósofo vagabundo que dormía en una banca de la Alameda y que si no suspiraba melancólico por alguna Dulcinea, despotricaba contra el feroz paso del tiempo o contra los infernales vaivenes tecnológicos.

Al principio barajé varios nombres para el personaje: Edmundo A. Ventura, don Chancletón, Don Agustino... pero ninguno me conveció. Me quedé finalmente con "Don Antónimo de Zafio", como queriendo homenajear al autor de la columna El Correo de Hoy, don Antonio Malacara, de quien ya era yo, a mis 19 años, un lector asiduo.

Una tarde apacible y saltillera en que saboreaba junto con mis padres y hermanos la charla de sobremesa de mi padrino Pablo Valdés Hernández, el compositor de Conozco a los dos y Sentencia, le pedí que me ayudara a encontrar un nombre para mi personaje.

Don Ramirito, fue el nombre que propuso mi padrino. Su justificación me encantó: "Don" porque era un señor antiguo que se había ganado el respeto de la gente; y "Ramirito", en diminutivo, para denotar que era querido por todos.

Al contrario de lo que podría pensarse, no me basé en el gran Charles Chaplin para vestir a mi personaje de frac, pantalón a rayas y bombín, sino en las tiras cómicas de los treintas que yo devoraba de los grandes archivos de El Sol del Norte, entre ellas las de personajes como el genial Gumersindo, creado por el dibujante Geoffrey Foladori (Fola) en 1938. Y de otros grandes de las historietas como Milt Gross, Bud Fisher con su Mutt and Jeff (Benitín y Eneas) o de Roberto Battaglia con su Don Pascual.

En un principio, don Ramirito fue un reflejo de mis propias desventuras: el amor no correspondido y la eterna búsqueda de la felicidad. Luego, don Ramirito fue adquiriendo personalidad y voz propia: ya no podía yo enjaretarle mi forma de pensar, él se alzó con la suya. Mantuvo su enviadable vagabundez. De manera que para dibujar las tiras tuve que concentrarme en verlo -espiarlo- desde entonces como a través del ojo del Big Brother, para seleccionar aquellas escenas dignas de publicarse.

Así, aunque don Ramirito acabe de náufrago en una isla desierta o convertido, muy a su pesar, en superhéroe, zombi o vampiro, siempre estará a tiempo para volver a su banca -café humeante en mano- a rumiar sus cuitas bajo la sombra fresca de su árbol.

Fraga. Don Ramirito en su tinta. 2010.